El portón
Fue justo el momento en que
detuve el carro frente al portón, ya había anochecido, estaba cansada y lo
natural era querer llegar a casa a descansar. Nada como mi propia almohada.
Estaba oscuro, pero entre las
ramas de los árboles, se filtraba la luz de las lámparas de la vía solitaria.
Apagué el motor para bajarme del
carro y abrir el portón. No sé qué pasó, perdido no me bajé de inmediato. Algo
me frenaba. En ese mismo instante un frío invadió mi estómago y ahí estaba yo
llorando, llorando con el mismo sentimiento de una niña de cinco años que se
había perdido y se encontraba en un callejón oscuro, sentada en cuclillas
recostada en un muro de ladrillo crudo, al cual le llegaba el reflejo de una
luz amarilla y parpadeante, de una lámpara vieja que aclamaba ser renovada.
A esa niña la miraba alguien a lo
lejos, con una mirada pensativa que buscaba entender la situación.
Respiro un poco, porque me doy
cuenta de que ese observador soy yo, la misma mujer de 50 años sentada en un
carro esperando a que alguna nave nodriza llegue y se la lleve volando, la
misma que observa la niña, y espera dar ese paso para ayudarla. La misma que no
se ha dado cuenta que esa niña es su propia niña interior.
Suspiro, me seco las lágrimas
para dar fin a ese momento bizarro. No sé si pasó un segundo, un minuto o una
eternidad.
Suspiro nuevamente, me
corresponde tomar acción, me bajo del carro, abro el portón y así doy vuelta a
la página para iniciar un nuevo capítulo en mi vida