Con esa sonrisa permanente, una dulzura sin empalagar, y una
claridad en sus palabras, Mariana fue adaptándose a sus brazos, a sus besos, a
su sexo, a su presencia.
Una noche larga y corta, entre vino, fuego y mucho juego, se
perdió en esos brazos que la llevaron al cielo.
Pero llegó el amanecer, y el tiquete estaba comprado, nada
que hacer. Mariana tomaba vuelo aun sabiendo que había conocido y despedido al
único hombre que había sabido llenar cada poro de su piel. Se fue con el sabor
de esos besos, de su baile perfecto y de esas piernas que abrazaron su cuerpo.
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